jueves, 29 de mayo de 2008

JUAN WESLEY

Era un inglés, conservador y correcto como el que más. No era ningún radical ni revolucionario, por lo menos si le aplicamos nuestra perspectiva moderna. Sin embargo, sacudió a la Iglesia de Inglaterra como si hubiera sido el mismo anticristo en hábito clerical.
Wesley no era ruidoso, fanático, inescrupuloso, ni enemigo de la paz. De hecho, era un benefactor de los pobres, los encarcelados, los oprimidos. Y sin embargo, cuando Wesley llegaba a una ciudad, las autoridades eclesiásticas declaraban la guerra a él y a sus ayudantes.

Es que Juan Wesley predicaba el evangelio de la Biblia. Sus enseñanzas eran similares a las que se hallan en el libro de Los Hechos. Y los resultados que produjo fueron los mismos que lograron los apóstoles: trastornó el orden regular de las cosas con el fin de hacer lugar para verdades que habían de trastornar el mundo (véase Hechos 4:13-33; 17:6).

Las enseñanzas de Wesley eran tan molestamente bíblicas que, a pesar de ser un pastor anglicano ordenado, se vio obligado a hacer la mayor parte de sus predicaciones al aire libre o en capillas erigidas para la ocasión. Los partidarios de Wesley, que fueron conocidos como "metodistas", fueron perseguidos por sus esfuerzos. A veces, los dirigentes religiosos hasta incitaban a las turbas para que interrumpieran las reuniones y maltrataran a los predicadores metodistas.
En 1746 Wesley fue a la ciudad de Falmouth, con el propósito de visitar a un enfermo. Mientras estaba allí, algunas de sus predicaciones despertaron la indignación de los que querían seguir cómodamente aferrados de sus pecados favoritos. Cuando supieron donde se alojaba, una turba fue en su busca para apalearlo; y si como resultado moría, Inglaterra se vería libre de su "herejía". Así pensaban ellos.
Reuniéndose frente a la casa, comenzaron a gritar: "¿Dónde está el metodista? ¡Queremos al metodista!"

Wesley no salió, de modo que los revoltosos decidieron forzar la puerta de la casa, precipitándose al interior. Al llegar al dormitorio, la puerta la hallaron cerrada con llave. Los que iban al frente retrocedieron. Pero algunos marineros se adelantaron, gritando: "¡A un lado, muchachos, a un lado!" Turnándose, se lanzaban con todo su peso contra la puerta. Después de unos cuantos encontronazos, las bisagras volaron y ésta cayó al suelo.

Ahora no había nada que se interpusiera entre ellos y el hombre a quien tanto odiaban sin causa. Nada, esto es, excepto los ángeles y el poder de Dios. Wesley se levantó de la silla que ocupaba, y mirando cara a cara y sin temor a los hombres, dijo: "¿Alguno de ustedes quería hablar conmigo?" Los hombres airados se aquietaron. Se acallaron sus alaridos y rugidos. A medida que Wesley --que medía un metro cincuenta y no llegaba a pesar cincuenta kilos-- avanzaba, los rufianes retrocedían. Por todo el pasillo, y luego por las escaleras, los atacantes se apretaban contra la pared y la baranda como si una fuerza invisible los estuviera haciendo a un lado. Con ojos ardientes de ira, y con corazones sedientos de sangre, miraban a Wesley, pero no pudieron levantar un pie ni un puño contra él.

Mientras Wesley pasaba junto a la turba hostil, les hablaba con calma, reprendiéndolos por su odio, y pidiéndoles que le dieran siquiera una razón que justificara su malvado proceder. Centenares de hombres se apretujaban afuera junto a la puerta, pero ellos también se vieron obligados a hacerle un camino al pequeño Wesley, que era un gigante en la fe y un campeón de la verdad como se ven pocos en cualquier época. Dios comisionó a sus ángeles para que protegieran la vida de su valiente servidor.

¿Manda Dios en nuestra época a sus ángeles para que protejan a sus siervos?

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